
Sacaba la silla con el cojín café del comedor y la llevaba a la vereda, al lado izquierdo de la puerta mirando desde dentro. Entonces le ayudaba a caminar lento, por un lado iba yo y por el otro estaba la pared de cemento áspero que después le dejaba la mano llena de hendiduras coloradas. La parte más complicada era lograr que bajase el escalón desde la puerta para llegar a la vereda, ese tipo de escalón que está en casi todas las casas viejas, sobretodo el barrio Franklin. Entonces lograba sentarse y con una sola mirada yo entendía que era hora de ir a buscar la bolsa con las marraquetas del día anterior. Salía corriendo a la cocina, varias veces me rompí la rodilla por no querer hacer esperar tanto tiempo a la abuela, sola afuera. Con un beso le entregaba una mitad de marraqueta y las palomas ya sabían que era hora de comer. De ahí me sentaba en el escalón de la salida de la puerta y mis piernas alcanzaban justo a tocar el suelo, mi fémur a los seis años no medía más de veinte centímetros. Siempre la admiré por hacer pelotitas perfectas con la miga en cuestión de un par de segundos. Mientras ella arrasaba con la bolsa de pan viejo, yo trataba de perfeccionar mis pelotitas antes de arrojárselas a las palomas y no alcanzaba a deshacer más de media marraqueta cuando ya no había más que hacer.
p.s: Por momentos como este me dolió tanto cuando la visité en el hospital y al saludarla me dijo ‘¿Quién es?’.
3 commenti:
que mierda!
cacha un caracol
la memoria le juega trucos a uno, pero a veces le devuelve cosas. no se con cual de las dos caras quedarme. lo cierto es que a veces doy gracias por las dos y otras me quedo callado, mejor.
bonito recuerdo, fro.
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