20080208

1994

Ví a Catalina corriendo por la plaza, gritando aterrada porque un pastor alemán la perseguía y ladraba. Catalina era mi mejor amiga en tercero y cuarto básico. Si es que a esa edad se puede tener una mejor amiga. En esa época, al salir de clases yo tenía que esperar cuarenta y cinco minutos más, hasta que saliera mi hermana. Al principio la esperaba aburrida en el patio de colegio, hasta que me di cuenta que no tenía por qué quedarme ahí, si podía dar la vuelta a la cuadra y llegar a los columpios y resbalines. Comencé a escaparme con Catalina, todos los días. No sé cuán emocionante era para ella, pero para mí era taquicárdico. Ella tenía que esperar a su hermano mayor, así que técnicamente nos escapábamos bajo las mismas circunstancias. Lo que no recuerdo, es si para ella también era un secreto. Y de hecho, lo dudo bastante. No he conocido papás más sobre protectores que los míos.

Tengo que situarlos en el contexto real. Esa época de arranques a la plaza, no duró más de un mes. Era mediados de noviembre y con mi hermana decidimos rogarles por infinita vez a nuestros papás que nos dejaran ir y volver al colegio solas, en metro. Todo el resto del año y de los años anteriores y de los años venideros también, nos transportaba uno de los peores inventos del ser humano mal parido; el “transporte escolar”. La maldita camioneta amarilla con olor a auto ajeno y un montón de humanos paridos hace muy pocos años y que lamentablemente no eran autistas, eso los hacía hablar y moverse durante cada tortuoso minuto del recorrido de ida y de vuelta a casa.

Entonces mis papás accedieron. El último mes de clases tuvimos permiso para andar solas. Cuando uno es tan niño, es ridículo no pensar en portarse mal si no hay nadie mirando.

Catalina era una gorda con cara flaca. Típicos gordos lindos. Yo la encontraba preciosa porque hacía cualquier mueca y seguía siendo linda. Eso para mí era un don. Tenía un trasero de vaca, sí. Y era pechugona. En resumen, era mi ídola. Una vez la muchacha más perra de mi curso, la que todas las demás seguían, la rubia, la que tenía carácter y personalidad, le dio una patada en el monte de venus a Catalina. Francisca, se llamaba la perra. Rabie era su apellido, nieta del dueño de la Distribuidora Rabie. Una empresa de servicios totalmente mediocre. Catalina salió corriendo como agarrándose las bolas. Yo me quedé en medio del patio, mirando cómo la Cata corría hacia el baño gritando y llorando y afirmándose los cocos. La Rabie partió detrás de ella. Yo miraba todo desde el círculo central de la cancha de baby fútbol, donde había comenzado la riña. Cuando desaparecieron de mi vista, lo único que dije fue una estúpida y cierta frase: “que mala es la Francisca”, a lo que la otra niña que estaba en la escena, con cara de síndrome de Down y que era una de las seguidoras de la Rabie, me miró y se fue indignada. Me quedé donde mismo, sentada bajo el sol esperando a que volvieran del baño. Primero salió la Cata, caminando con muecas de dolor y detrás de ella venía la mala de la película. La Cata dijo que le había salido sangre. Yo no sabía si creerle, entonces le pregunté si le había llegado la regla, como esperando que fuera casualidad lo de la sangre y el golpe. Pero teníamos nueve o diez años y la regla a esa edad era muy poco probable. Aunque la Cata estaba bien desarrollada. En fin, la Cata nunca perdonó a la Francisca. Yo en el fondo siempre la odié, así que no me importó mucho.

No sé qué otra cosa podía haber hecho. Crucé corriendo la calle y me alejé de la plaza. Cuando me detuve a mirar hacia atrás, veía cómo la Cata corría hacia un lado y otro agitando los brazos y gritando desesperada, porque el pastor alemán la quería morder. Yo creo que ese no era el fin del perro, a los nueve años uno es fácilmente alcanzado por cualquier poodle. Supongo que sólo la quería asustar. También recuerdo que había un viejo sentado en una banca, y se reía del espectáculo. Probablemente era el dueño del perro.

Desde ese día, cada vez que íbamos a la plaza, nos recordábamos no correr, en caso que cualquier otro canino se alarmara porque jugábamos a la pinta. Decidimos limitarnos a utilizar los juegos ya instalados en la plaza.

No entiendo por qué la Cata no se indignó conmigo porque me fui sin ayudarla. Tal vez no quería quedarse definitivamente sin amigas. O tal vez en otra vida fuimos militares de guerra y seguimos la regla de abandonar a los heridos y save yourself. En realidad, nunca hablamos sobre el tema. Al otro día era todo normal y yo me alegré de no verla con vendas. No le pregunté cómo había salido de esa, y ella tampoco me dijo nada al respecto. Supongo que el dueño del perro lo llamó y dejó en paz a la Cata. Fue un acuerdo tácito eso de dejar de correr en nuestras escapadas, sabíamos que no debíamos hacerlo más y eso era un punto final. A cambio, creo, para no aburrirnos de la vida lenta, nos comprábamos para el camino uno de esos cubos de hielo que costaban cincuenta pesos. Siempre de frutilla, para que se nos pintaran los labios de rojo.

1 commento:

@slz_ ha detto...

prosa del siglo 21.

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